Joseph Joubert: un espíritu ligero


De todos los moralistas clásicos franceses, puede que Joseph Joubert sea uno de los más ricos, profundos y matizados. Sin perder un ápice de la implacable lucidez que caracteriza a La Rochefoucauld, le supera con creces por su empatía humana, su tierna comprensión de las debilidades comunes. Irónico como Chamfort, se resiste en cambio a expresarse de forma ácida, decantándose más bien por una expresividad tenue, elusiva y vaporosa. No menos devoto que Pascal, rehuye las temáticas bíblicas teológicas para centrarse en la figura de Dios y en el valor de las creencias, en un contexto social y cultural poco dado (ya) a coquetear con lo Absoluto. Atento a su época, como La Bruyère, no se demora en describirla con gran detalle, pues conoce y domina la técnica de la sublimación expresiva, gracias a la cual plasma en trazos brevísimos verdades que a sus predecesores les complacía desarrollar en párrafos prolijos.

Joubert no publicó nada en vida, pero mantuvo una amplia correspondencia y rellenó muchos cuadernos con pensamientos sobre la naturaleza del ser humano y la literatura, los cuales no se publicaron hasta varios años después de su muerte. Es probable que mantenerse al margen de los círculos literarios de su época le preservase de ciertos vicios comunes a los escritores que sí se dejan seducir por ellos, conservando una perspectiva libre y desprejuiciada respecto a toda suerte de temas.

El Aforista ofrece una selección de los pensamientos de Joubert, en los cuales pueden detectarse la mayoría de sus muchas virtudes: una expresión clara y honesta; un espíritu sensible y bueno; una mirada amplia y profunda; y, last but not least, una auténtica vocación moral que le indujo a observarse a sí mismo y a sus contemporáneos de manera comprensiva e indulgente, en la certeza de que nada humano nos es ajeno... a condición de que lo observemos desde la debida distancia.



Para pensar con acierto en una cosa seria tengo que estar alegre.


Cuanto admiro mueve mi afecto, y lo que me es querido no puede resultarme indiferente.


Poca estima me inspira la prudencia si no es moral. Tengo mala opinión del león desde que sé que su paso es oblicuo.


No quiero ni un espíritu sin luz ni un espíritu sin venda. Hay que saber cegarse resueltamente por la bienandanza de la vida.


El esfuerzo de la disputa excede con mucho a su utilidad. Toda polémica embota el espíritu, de modo que cuando los demás se muestran sordos, yo me quedo mudo.


No llamo razón a esa razón brutal que aplasta con su peso lo que es santo y sagrado; esa razón maligna que se regocija con los errores cuando acierta a descubrirlos; esa razón insensible y desdeñosa que insulta a la credulidad.


Mi espíritu gusta de viajar por espacios abiertos y de jugar en olas de luz, donde nada percibe, pero donde se siente penetrado de gozo y claridad.


Doy gracias al cielo por haber hecho de mi espíritu algo ligero, apto para elevarse a las alturas.


Si hay un hombre atormentado por la maldita ambición de meter todo un libro en una página, toda una página en una frase, y esta frase en una palabra, ese soy yo.


Se dirá que me expreso con sutileza. A veces es este el único medio de penetración del que dispone la mente, ya sea por la índole de la verdad a la que quiere llegar, ya por la de las opiniones o las ignorancias a través de las cuales se ve constreñida a abrirse penosamente paso.


Me gusta ver dos verdades al mismo tiempo.


Quisiera amonedar la sabiduría, es decir, acuñarla en máximas, en proverbios, en sentencias fáciles de retener y transmitir.



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