José Ángel Cilleruelo: Nada dice lo real


José Ángel Cilleruelo (Barcelona, 1960) es escritor, traductor y crítico literario. Su obra poética ha sido reunida en los volúmenes El don impuro (1989) y Maleza (2010). Después ha publicado Tapia con mirlo (2014) y tres colecciones de poemas en prosa, Galería de charcos (2009), Vitrina de charcos (2011) y Becqueriana (2015). Su obra narrativa consta de cuatro recopilaciones de relatos y seis novelas: El visir de Abisinia (2001), Trasto (2004), Doménica (2007), Al oeste de Varsovia (2009), Una sombra en Pekín (2011) y Ladridos al amanecer (2011). Ha traducido a poetas portugueses y brasileños, y ha editado obras de Rafael Pérez Estrada y de José María Fonollosa. Es autor de varias antologías poéticas. Mantiene la bitácora de creación El visir de Abisinia, de donde proceden estos aforísmos, y un libro-blog de crítica literaria. Esta selección de aforismos se publica con la autorización expresa y por escrito de su autor.



Nada dice lo real, ni la arena de los caminos, ni las ramas sin hojas de los árboles, ni las estatuas que presiden las fuentes.


Una ramita de perejil. No sé dibujar, pero ya la estoy dibujando. Hojas sutiles, su manera de sortear el viento, la intensidad de su verdor.


Así como el caminante del desierto se lanza al estanque del oasis al ver reflejadas en su superficie las primeras luces.


Las lecciones del árbol: su paciente escritura en anillos sucesivos solo podrá ser leída con carácter póstumo.


Los girasoles memorizan en su interior poemas de una palabra con una fonética crujiente.


Algunas palabras tiemblan si los dedos al continuar escribiendo las acarician sin pretenderlo. La voz, entonces, se les rompe un poco.


Una ventana es el ojo que mira el paisaje desde la frente del cíclope y es el paisaje que mira dentro del ojo del cíclope.


Dónde poner un barco en una marina, cómo incide la luz sobre un velero, dónde rompe la ola cuando es atravesada por la proa.


Quito las pinzas de madera y las guardo en un cesto de mimbre. Amontono la ropa seca sobre una cuerda y luego la retiro doblada en el brazo.


Las soluciones dan fe de que hay problemas. ¿Qué decir de una civilización obsesionada por encontrar soluciones? Ese sinvivir.


Pez que remonta la corriente y salta sobre las crestas de espuma y aletea en el aire y se oculta en las profundidades del cauce.


Solo los ojos, hoja a hoja, le devuelven a cada página la blancura de página a la que aspira.


Una palabra, y ya resuena el oleaje alrededor.


Los símbolos son así. Un lápiz puede significar el deseo de cuanto se pueda dibujar con él, desde un barco hasta un nombre.


El sabor a fuego que ha aspirado la rebanada de pan que acabo de tostar.


Los ojos iluminan lo que la mirada no ve.


La mañana pasa una página al cuaderno de ayer y estrena su blancura. Su desconcierto.


Es la magia de esta época: todo existe y nada es real. Salvo los libros, que son reales, pero no existen.


Lugares minúsculos, donde el tiempo no se detiene. Ni siquiera los mira. Los inolvidables.


El poeta es el que mira hacia otra parte. Es una frase peyorativa, sí, pero también simbólica con solo añadir un «la»: hacia la otra parte.


Y ni siquiera las palabras, que se posan sobre la alfombra luego de pronunciadas, consiguen permanecer quietas.


Humildes palabras por las que caminar en pijama con una taza en la mano.


El paseo amansa el paisaje.


A veces la sintaxis no existe. No hay sendas que guíen el lenguaje ni tapias que lo acoten, solo un vuelo de gorriones de árbol en árbol.



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