La naturaleza cuántica del aforismo


José Ramón González.- Con mucha frecuencia se habla del aforismo como el resultado de una escritura fragmentaria y es un asunto que no deja de resultar confuso. El término “fragmento” parece apuntar, por una parte, hacia un pasado y hacia una totalidad ya ausente, y hablamos así de un “trozo o resto de una obra escultórica o arquitectónica” o de “una parte conservada de un libro o escrito” (DRAE). Pero, por otra parte, y adoptando ahora una perspectiva proyectiva, podríamos hablar también del fragmento como avance de una obra todavía ausente, una anticipación de algo que, sometido a los azares del destino, puede llegar a completarse o a frustrarse, pero que gobierna la escritura y se convierte en el principio formal que guía el proceso de creación. En este sentido, “fragmento” viene a ser algo muy próximo a “esbozo”, “boceto” o “proyecto”. Finalmente, podemos hablar también del fragmento como el resultado de una concreta operación mental o física: un corte –voluntario o azaroso–, que somete una totalidad a un proceso de escisión y ruptura, cuyo resultado será un conjunto de fragmentos. En cualquiera de los tres casos, el término arrastra consigo la idea de una totalidad ausente (reconstruible o no, según la capacidad arqueológica o proyectiva del intérprete).

Pero lo interesante del caso es que la moderna escritura aforística puede ser considerada fragmentaria, en efecto, pero sólo si se acepta que, al hablar de fragmento, no se apunta a ninguno de los tres sentidos señalados. La escritura aforística moderna adopta una forma fragmentaria y discontinua –como sucesión de piezas independientes y autónomas, separadas por espacios en blanco que para algunos autores, como Morson, son un constituyente fundamental del propio texto aforístico– pero no aspira a la totalidad, ni la implica. En un libro de aforismos no hay una integridad ideal que gobierne, o que haya gobernado, el proceso de creación (no es un puzzle que se pueda reconstruir) porque de lo que se trata es de apresar una sucesión en proceso. Es como seguir en cada instante el trazado de una línea que se desplaza, ágil, sobre el papel, pero que no aspira a “dibujar” –a representar– nada en particular y sólo se justifica en el placer del movimiento mismo y de la destreza manual que implica. Es una escritura atomizada y fluctuante, un dispositivo abierto que, huyendo de la exhaustividad y el sistema, nos sitúa en un instante en sucesión y nos instala en la provisionalidad. Incluso cuando enuncia verdades que aspiran a permanecer, lo hace como testimonio del momento preciso en el que se hacen presentes a la conciencia enunciadora (en el que suceden o advienen, podríamos añadir) y se convierten así en evidencias frágiles y efímeras.

En este sentido, el uso del tiempo presente enfrenta al lector a la pura actualización (aunque semeje un presente de eternidad). Y es desde esa perspectiva limitada y fugaz desde donde se nos obliga a redescubrir la realidad. De ahí que varios autores (como Varo o Groarke) hayan relacionado muy ajustadamente el aforismo con la epifanía y hablen con mucha frecuencia de iluminación, de inspiración o de visión súbita. Se trataría, por lo tanto, de una revelación que, como en la epifanía, responde a una mecánica intelectiva particular que genera un excedente de sentido y desvela un aspecto inédito de lo real (y la posible connotación lacaniana no es mera coincidencia).

Lo interesante, sin embargo, es que una vez materializado como texto, el aforismo, que es testimonio de un instante, permite a su vez una constante reactualización. El lector lo hace suyo y lo ejecuta –como una pieza musical– de manera que no hay dos lecturas exactamente iguales, ni siquiera para un mismo lector. Los huecos y lo no dicho permiten que funcione un principio de indeterminación y lo observado se pliega para adecuarse a las condiciones fluctuantes del observador (lo que apuntaría, por otra parte, hacia lo que podríamos denominar el carácter “cuántico” del aforismo).

Se podría hablar entonces del aforismo como expresión de un pensamiento nómada o trashumante, o de un pensamiento fluido, líquido, no acumulativo. Es el pensamiento que se esfuerza en escenificar su propio proceso. Si el pensador tradicional acota un territorio, impone sus normas, traza mapas, edifica y distribuye títulos de propiedad, el aforista funda en cada instante y es un ser sin memoria constructiva o arquitectónica, para quien sólo cuenta el momento de la revelación, del descubrimiento, que trata de apresar con su palabra. Puede volver sobre los mismos asuntos una y otra vez, pero siempre ensaya un nuevo escorzo, un nuevo giro o desplazamiento, y el hecho vivido/pensado se muestra siempre en proceso, como sucediendo.


(Extracto del prólogo del libro Pensar por lo breve, Ediciones Trea, Gijón, 2013. Reproducido con el consentimiento por escrito del autor).




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