Tutear a los dioses


José Biedma López.-  Emilio López Medina es autor de La ignorancia (Apeadero de Aforistas/Thémata, 2020) y soportaría como Sócrates cualquier acusación de ignorar lo más importante, pues conoce bien la facilidad con que el humano se engaña para evitarse sufrir. Lo que no aguantaría de ninguna manera nuestro autor es que se le acuse de no haber intentado pensar por su cuenta. Hace bien en asumir ese riesgo. Su pericia como original aforista está más que demostrada. Esta colección que comento es una de sus siete bestias, siguiendo la estela de La ambición y El dolor. En sus páginas, López Medina echa mano a una categoría estética: surrealismo para caracterizar un orden del mundo (o desorden) “acabadamente surrealista” y una naturaleza de la que no podemos esperar consuelo moral: la vida misma es una exageración extraña de la realidad, una hipérbole del Ser, diría yo. “¡Qué raro es tó!, ¡qué raro es el hombre!”; “náufrago, y desdeñado sobre ausente”, escribió Góngora. Extrañeza y curiosidad como motivo principal de una búsqueda sin conclusión, a través de un bosque de símbolos igualmente ajenos y peregrinos, hijos de una cultura que en principio uno padece más que disfruta o elabora.

El atento lector puede encontrar en La ignorancia profundas reflexiones sobre el lenguaje, sus poderes, pero también sus insuficiencias y delirios, los excesos del verbalismo: “donde no hay ciencia hay palabras”. Insuficiencia que es también la de la razón calculadora, ya que la mayoría de las veces usamos las razones para justificar o excusar nuestras creencias, equivocaciones e ideología. Desde una duda constructiva y una inteligencia sintiente (sic), con los antecedentes memorables de Montaigne, Pascal y Gracián, denuncia el autor el dogmatismo de esos “seres fascinantes”:  el fanático y el nihilista, el que (cree) saberlo todo y el que (cree) no saber nada. Hallará también el lector duras críticas a determinadas “tonterías universales”, v. gr., “la bondad ingénita del hombre en Rousseau”; agudas correcciones a las pretensiones desbocadas de algunas filosofías. Pero no hay desprecio de la misma filosofía, sino todo lo contrario, una de sus funciones parece ser extrañar lo familiar y familiarizar lo extraño, especialidad que consiste sobre todo en preguntar, en tutear de este modo inquisitivo a los mismos dioses, en adoptar también una particular forma de vida que tal vez contenga un ramalazo de locura necesaria y conveniente, de inspiración poética y de sensibilidad para lo inefable real. La filosofía produce perdurables errores, dada su libertad para descubrir creando, por ejemplo, algo tan valioso y digno como son los derechos humanos. Este es el caso de las grandes obras llenas de exageraciones verosímiles de los clásicos del género: “La teología explica el surrealismo del mundo, la filosofía lo cuestiona y sistematiza, y la ciencia lo estudia en detalle”.

Sus aforismos, algunos con vocación epigramática, se enlazan y vertebran en una aspiración no cumplida del todo, mejor así, abierta, a formar sistema. Reivindica en ellos López Medina (¡con motivo!) el papel científico de la imaginación disciplinada que aplica el principio de lo posible e inventa esas maravillas que se descubren creándolas: la rueda, la cerilla, el transistor, las vacunas, internet… Un científico, un ingenioso técnico, en un rato de lucidez puede cambiar y mejorar el mundo como no puede hacerlo un político en treinta años, ni siquiera alentando una guerra victoriosa.

Tampoco faltan agudas reflexiones sobre el progreso, que consiste en limitar las posibilidades de azar del entorno para adaptarlo a nuestras necesidades y gustos. Un entorno cada vez más tecnificado que contrasta con unas mentes medievales pobladas de supersticiones, miedos e ilusas esperanzas. Así tenemos un progreso que degenera en progresía. Define el autor la técnica como algo neutro, pero no se le ocultan los riesgos de una barbarie tecnificada. Lo cierto es que la tecnología es ya nuestro contexto natural, igual que la de informático ha pasado a ser vocación universal. Hemos conseguido embotellar al genio o, dicho más cristianamente, enredar al Espíritu Santo. La colosal enciclopedia universal que llevamos en el bolsillo es también un terminal de control (y como tal ha sido usado con provecho en la crisis china del último virus de global trascendencia). Afectado de supremacismo humanitario no cree López Medina que existan verdaderas “inteligencias artificiales”, y eso a pesar de que sabe que una de ellas, y no de las más avanzadas, vence al ajedrez con solvencia a los grandes maestros, ni que puedan sustituir las máquinas inteligentes a los filósofos. Invoca que su capacidad es meramente analítica. Le falta a la inteligencia artificial (todavía) conciencia de sí, capacidad de juicio, instinto de supervivencia, reflexión…

Algunos aforismos emanan de la desesperanza: la soledad del hombre frente al ordenador, cuando el prójimo va sobrando, y se impone una vaga tendencia del humano a ser él mismo máquina o “maquinón” de rutinas ciegas y congeladas. Una de las secciones del libro trata del conocimiento de sí o, más bien, de su dificultad, imposibilidad y peligros. Parece pues que lo que nos salva del puro mecanicismo son los sentimientos, lo que Descartes llamaba “pasiones del alma”, la sensibilidad estética y moral, y en esto parecemos otra cosa que el universo como si la vida del hombre fuese “la mayor estupefacción del Universo”; y la persona, algo exótico en el orden del mundo. La paradoja es que siendo el hombre por naturaleza torpe y enfrentado a Natura acaba, no obstante, siendo quien mejor la comprende y domina, a base de paciencia y sufrimiento.

La sección siguiente trata de la cultura como “error estructurado”, de la verdad como creencia y moda (ese aval para las personas sin criterio), del equivocado consenso de las mayorías. De cómo la pedantería se viste de erudición y esta de sabiduría; de cómo el necio da lecciones al sabio; de cómo cree que todo está dicho el que no tiene nada que decir; de cómo leer no hace necesariamente mejores a las personas si la lectura no las conmociona; del academicismo como burocracia del saber; y, en fin, de muchas profundidades tontas y tonterías profundas, como del hablar sin saber de qué se habla, u oscuramente, para parecer hondo y misterioso; de la depravación que pasa por ingeniosa, del epigonismo como corrupción y degeneración de la teoría, y del papanatismo de la universidad española que no acepta una verdad hasta que no la afirma un extranjero; de lo que puede aprender un intelectual de un loco y un loco de un cuerdo.

Intuye López Medina que no hay ciencia sin retórica, igual que “no hay verdades a las que el acompañamiento del halago no les sea necesario”, y desconfía del rigor del intelectual que, enamorado de sus ideas, sobre todo porque son suyas, no suele querer a nadie más, ni a “la famélica legión” ni al “superhombre”, escriba lo que escriba el listo. Y es que la verdad puede usarse como escudo, máscara, refugio, martillo y espada. Con humildad refieren estos aforismos a la rebelión de los idiotas y las oportunidades mediáticas de la estupidez para aglutinarse –mediante el sentimentalismo– en dogmas. “Nada más nefasto que un necio con ideas”, nada peor que el “cretinismo metódico”: la estupidez laboriosa de los idiotas que creen saber mucho. A fortiori, un profesor tonto puede ser más dañino que diez años de sequía… Se llega así a la conclusión, ya apuntada por los clásicos, de que la inteligencia tiene límites, mientras que la ignorancia es infinita.

La mayor prueba de inteligencia es precisamente saber convivir con la tontería o con el activismo de lo políticamente correcto. No es fácil, pero puede ser útil porque a veces los errores suscitan verdades y hay cierto mérito en la estupidez, pues encarna el valor más alto de nuestra especie: la libertad, servo arbitrio, que diría Lutero, la posibilidad de elegir mal y equivocarse. La estupidez es por ello más humana que la inteligencia, inteligencia que, en efecto, cuando es activa, consideraron los escolásticos identidad divina.

Sea como fuere, el tonto es más fácil de identificar que el loco, que es un idiota sin sistema ni rigor. Lo que falta a ambos, al orate y al necio, es sentido común, administrador de la inteligencia, ordenador de la cabeza. El sentido común hace posible la sindéresis: el buen juicio y la prudencia, esa cordura que es amable por sí misma, pero que difícilmente escarmienta en cabeza ajena porque no se fía ni de la propia. Por desgracia, el precio del sentido común y del desarrollo armónico de la inteligencia es la soledad y, a veces, el aislamiento. “Soledad confusa” (volviendo a Góngora), porque como la honradez heroica la inteligencia contrae desarreglos y perturbaciones de (in)comunicación.

El libro se cierra con cuestiones prácticas: “El saber, cuestión moral”, un “Epílogo” sobre los atrevimientos y arrogancias temerarias de la ignorancia, pero también sobre sus bondades, pues la verdad (ese lujo teórico) puede ser cruel; el entendimiento, desilusionante; y la comprensión, un desengaño. El conocimiento conlleva fácil melancolía. La voluntad de sospecha de López Medina, heredera de la nietzscheana, desconfianza hacia la verdad, también debería estar sometida a sospecha (vid. mi "Sospechas sobre sospecha", Alfa, vol. 6, núm. 11, 2002).

Se apuesta por la duda y el perspectivismo, más que por la verdad, “que suele tener carnet de afiliado”, puesto que no es la verdad lo que nos hace libres, sino la duda. Si bien se acepta que las verdades nos engañan con mayor autoridad que las mentiras. Ya hace bastante el escepticismo, “ese jardín de otoño”, con rechazar tonterías, contradicciones e inconsecuencias. El escepticismo, de venerable raíz hispana (recordemos el Que nada se sabe de Francisco Sánchez) proporciona el trato más elegante –yo diría caballeresco– con la verdad, dama antojadiza, es el placer de la libertad de pensamiento, contrarrestado por la melancolía de la soledad que conlleva. Pero se vuelve más alegre si aplicamos ese dudar de la duda, que recomendó el maestro Marchena... Piensa nuestro autor que el pueblo español es muy escéptico, y eso a pesar de las procesiones de Semana Santa.

“¿Qué hacer?”: así se titula el último capítulo de este libro sobre la ignorancia, que da que pensar y qué pensar. El orden del mundo parece surrealista y el orden social también, pero uno debe adecuarse a esos absurdos evitando por ejemplo salir desnudo a la calle por mucho calor que haga, uno debe vivir en coherencia adaptativa con el orden paradójico del mundo, so pena de parecer absurdo. Cuestión de supervivencia. Dentro de esa adecuación inevitable, si uno desea sobrevivir, uno puede luchar por constituir su propio y personal orden, a voluntad, libremente, es lo que Ortega llamaba la apropiación de la circunstancia. Crear es “la gran redención de la necesidad” y la forma más propiamente humana de creación es el arte. Fundar un orden bello es la mejor de las aspiraciones. Escapar del orden trágico y absurdo del mundo sólo es posible muriendo o creando una armonía entre las cosas como son y las cosas como deberían ser: buenas y bellas. Aquí la ética se sostiene en la estética como causa ejemplar. El imperativo emilianesco sería: “¡Búscate creando!”, es decir ideando y realizando un orden donde sólo cuenta la voluntad guiada por el sentimiento ético y estético.

Opino que se equivoca Emilio al suponer que esa creación humana pueda ser ex nihilo, desde la nada, pues la imaginación siempre trabaja sobre la memoria y el espíritu no sopla donde quiere sin la existencia física e histórica que lo soporta. La creación implica rechazo, pero también aceptación de lo que somos, natural, social e históricamente. Echo de menos tras la provechosa lectura de La ignorancia un índice de temas y autores, que haría útil y provechosa su relectura, estudio o consulta, como obra de referencia.

Emilio López Medina, La ignorancia. Apeadero de Aforistas/Thémata, Sevilla, 2020.





Aforistas españoles vivos

Como un suculento y nutricio menú degustación ha sido mi lectura de este Aforistas españoles vivos que Libros al Albur ha puesto al alcance de los lectores aficionados al género. Un espléndido menú de once platos sabiamente combinados en los que, en variadas dosis y tiempos de cocción, y picando de aquí de y de allá, se paladean todos los sabores conocidos, si bien, al menos para quien esto suscribe y acaso producto de los tiempos que corren, lo ácido y lo amargo se llevan la palma.



De los aforismos de Lichtenberg, que tradicionalmente han conocido una excelente acogida en el mercado editorial español, existen tres ediciones distintas, publicadas por Edhasa, Cátedra y Fondo de Cultura Económica. Este volumen publicado por Hermida Editores, el primero de la obra completa que ahora se publica en traducción de Carlos Fortea y prólogo de Jaime Fernández, recoge los tres primeros cuadernos según la edición canónica publicada en alemán, con lo cual nos encontramos ante una novedad de importancia dentro del género en español.



Los Aforismos de Oscar Wilde que recopila Gabril Insausti en esta edición recientemente editada por Renacimiento, dentro de la magnífica colección A la mínima dirigida por Manuel Neila, suponen una magnífica demostración del inmenso talento del autor para el género más brave. Se trata, en su mayoría, de frases entresacadas de sus propias obras, que avalan la capacidad sintética, incluso sentenciosa, del irlandés.


Ilusión y verdad del arte, de Nietzsche

Ilusión y verdad del arte es una antología de pensamientos de Friedrich Nietzsche en torno al tema de la ilusión y la autenticidad en el arte. Escogidos, traducidos y prologados por Miguel Catalán, dan una visión panorámica de las ideas del filósofo alemán sobre la función y el sentido del arte en la vida humana. Aunque el orden de los textos es temático y no temporal, por estas páginas van pasando ante los ojos del lector las distintas fases del pensamiento de Nietzsche hasta los casi desconocidos fragmentos póstumos.



Reflexiones del señor Z. no es un libro de aforismos, en el sentido clásico del término: sus 259 textos, más o menos breves todos ellos, encajan mal con la aspiración más o menos moral, más o menos sapiencial, del lapidario género más breve. Aquí, unos llevan a otros, como cuentas distintas de un mismo collar. Reflexiones del señor Z. tampoco es un libro de microrrelatos, entendidos como lentejuelas narrativas que brillan un momento, cuando incide sobre ellas la luz de la lectura, y luego se apaga. En este caso, la luz rebota y va dando saltos, sin encontrar un posadero al final.



La ventana invertida, del filósofo y mago Miguel Catalán, no es su primer libro. Ni es el primer libro suyo que leo. A Catalán, como a mí, le gusta lo breve. Seguramente, al igual que yo, lo ha leído todo. Sin duda es un lector exhaustivo, pero se queda con lo nuclear, lo contundente, lo esencial. Y todo ello le inspira lo propio. Esta “ventada invertida” lo presupone. Se nota que tiene un gran dominio de la concisión, al menos para expresar sus pensamientos por escrito. Y yo se lo agradezco profundamente. Esta ventana suya nos ofrece las reflexiones que se hace a sí mismo sobre su entorno más interno y externo.


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