Max Aub en el laberinto de su libertad


José Luis Trullo.- Aub fue un escritor "optimista", a decir de José Antonio Marina en la Lectura privada de Max Aub que prologa el volumen Aforismos en el laberinto (Edhasa, Barcelona, 2003). "Creo en el progreso", remacha el escritor, "en el progreso moral, en el progreso político, en el progreso material". Más aún: se rebela contra toda aquella doctrina que presuponga una coerción del individuo, y lo hace en primera persona del singular: "Determino en contra del determinismo. No me manda nadie. Me echaron al mundo, me educaron, pero en cuanto tuve uso de razón, pude disponer". Por lo pronto, se diría que Max Aub es un escritor que confía plenamente en la realidad humana, empezando por la suya personal.

Ahora bien, ¿cuál es el concepto aubiano de libertad? No muy sofisticado, si lo leemos al pie de la letra: "A mí no me interesa la libertad en abstracto. No, lo que a mí me interesa es andar de aquí para allá, y entrar y salir, y decir lo que me dé la gana. Tal vez eso no sea la libertad -teóricamente-, pero, para mí, se le parece bastante". Es decir, libertad sería algo parecido a la ausencia de condicionantes, de límites, o en el peor de los casos, a la confianza en nuestra capacidad de derribarlos y abatirlos. Y, en última instancia, podemos elegir (divino tesoro): "Siempre se puede escoger. Uno escoge siempre. Aunque no quiera. Vivir es escoger". La mera hipótesis de que no haya margen de movimientos le causa pavor: "¿Cómo pueden vivir los que creen que todo está escrito?". Podríamos decir, pues, que Aub no sólo es un autor optimista y progresista, sino que tiene incluso algo de adánico. Sólo los esclavos vocacionales se negarían a ejercer un don tan preciado como el ejercicio soberano del libre albedrío: "Los hombres son libres, pero tienen miedo de su libertad. Entonces inventan cadenas y se regodean con ellas".

Sin embargo, en cuanto el hombre empieza a ser consciente de sí mismo, a reflexionar, surge la constatación: no somos libres, nada de eso. Para empezar, por el mero hecho de hablar, de ser una criatura que piensa en y con palabras, el humano está limitado de entrada: "El sentimiento es tuyo, pero las ideas te las dan hechas, aunque no quieras, con la lengua". Ay, el lenguaje: no lo hemos inventado nosotros, nos viene dado, y esa es, ya, la primera cárcel: "Ahí está el límite: en las palabras". Poco a poco, como si el escritor fuese cayendo en la cuenta de lo ilusorio de sus postulados iniciales, comienza a desencantarse, incluso a desdecirse, a deconstruirse: "Recoges el mundo, al nacer, en el estado en que te encuentras, y te mueves entre las formas que otros han creado, y de la misma manera que no puedes, tú solo, cambiar el trazado de las calles, tampoco el de los pensamientos. Puedes escoger, y no mucho". La libertad empieza a corregirse a sí misma: a reconocer sus límites. "No podemos ir más allá de nosotros mismos. Tenemos límites. Los sentimos como deben sentir los muertos las tablas de su ataúd. Más allá está la tierra".

En el decurso de pocas páginas, las que componen los Aforismos en el laberinto de Max Aub, descubrimos a Teseo dándose de bruces con el Minotauro: "La libertad es un deseo. Sólo puedo uno intentar acercarse a ella. ¿Cómo? Ahí reina la confusión, la violencia, la muerte". La caída es vertical. Adiós a la anomia esencial, al cero absoluto en el que podríamos escribir a nuestro albur cuáles son las sendas de nuestro camino. Se cierra pesadamente el portón que habíamos abierto con cierta ligereza: "El destino es una suma de limitaciones. De ahí su acento trágico". Por fin encuentra Ícaro el techo a la ensoñación de su vuelo: el sol derrite la cera que mantiene unidas las plumas de sus alas, y desciende bruscamente hacia el suelo. No hay escapatoria. "Cualquier evasión es una postura definida. Estamos dentro. Aun muertos, visto desde fuera, seguimos dentro".

El despertar del sueño de la libertad es tan violento, que Aub llega a escribir que "Sólo es libre el que no tiene recuerdos. Libre el niño de teta y el loco de atar": la afasia y la amnesia, pues, serían los únicos ámbitos en los que cabría ser libre... Sin embargo, ¿puede llamarse libre quien ni siquiera sabe lo que quiere, ni recuerda cómo se llama porque ignora cuál es su nombre? No, claro. De ahí que, en el extremo de la aporía de la libertad, Aub, que se confiesa a sí mismo ateo, sea capaz de creer que es "Dios, el librepensador por antonomasia".

Pero nosotros no somos dioses, por muy omnipotentes que nos creamos. La decepción consiguiente al haber amasado unas ilusiones desmesuradas respecto a las propias capacidades, empero, no le nubla la lucidez, de modo que Aub puede dictaminar cuál es nuestro auténtico drama como especie: "infeliz animal pródigo de lo que no tiene, el hombre: su imaginación le lleva por caminos imposibles y allí se pierde, sin saliendo, muriendo de creer que las cosas son como se las figura". ¿No está aquí hablando, acaso, de sí mismo? ¿Quién, si no él, llegó a proclamar, en un rapto de soberbia, que siempre se puede elegir, que todo es posible, que no hay límites? Lógicamente, el tener que asumir que eso no es así, sino que por el mero hecho de pensar y hablar ya estamos limitados, condicionados, le lleva a arrojarse en una melancolía funesta y ambicionar "tumbarse en la cuneta, cansado, y ver pasar a los demás".

La renuncia, el desánimo y el abatimiento es el patético resultado al que se ven abocados los que, en lugar de admitir el límite como el marco natural en el que se mueve el hombre, prefieren ensalzar puerilmente un concepto de libertad falseado por las propias fantasías plenipotenciarias. Una lección moral, la de estos Aforismos en el laberinto, que nadie debería desdeñar.



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Aforistas españoles vivos

Como un suculento y nutricio menú degustación ha sido mi lectura de este Aforistas españoles vivos que Libros al Albur ha puesto al alcance de los lectores aficionados al género. Un espléndido menú de once platos sabiamente combinados en los que, en variadas dosis y tiempos de cocción, y picando de aquí de y de allá, se paladean todos los sabores conocidos, si bien, al menos para quien esto suscribe y acaso producto de los tiempos que corren, lo ácido y lo amargo se llevan la palma.



De los aforismos de Lichtenberg, que tradicionalmente han conocido una excelente acogida en el mercado editorial español, existen tres ediciones distintas, publicadas por Edhasa, Cátedra y Fondo de Cultura Económica. Este volumen publicado por Hermida Editores, el primero de la obra completa que ahora se publica en traducción de Carlos Fortea y prólogo de Jaime Fernández, recoge los tres primeros cuadernos según la edición canónica publicada en alemán, con lo cual nos encontramos ante una novedad de importancia dentro del género en español.



Los Aforismos de Oscar Wilde que recopila Gabril Insausti en esta edición recientemente editada por Renacimiento, dentro de la magnífica colección A la mínima dirigida por Manuel Neila, suponen una magnífica demostración del inmenso talento del autor para el género más brave. Se trata, en su mayoría, de frases entresacadas de sus propias obras, que avalan la capacidad sintética, incluso sentenciosa, del irlandés.


Ilusión y verdad del arte, de Nietzsche

Ilusión y verdad del arte es una antología de pensamientos de Friedrich Nietzsche en torno al tema de la ilusión y la autenticidad en el arte. Escogidos, traducidos y prologados por Miguel Catalán, dan una visión panorámica de las ideas del filósofo alemán sobre la función y el sentido del arte en la vida humana. Aunque el orden de los textos es temático y no temporal, por estas páginas van pasando ante los ojos del lector las distintas fases del pensamiento de Nietzsche hasta los casi desconocidos fragmentos póstumos.



Reflexiones del señor Z. no es un libro de aforismos, en el sentido clásico del término: sus 259 textos, más o menos breves todos ellos, encajan mal con la aspiración más o menos moral, más o menos sapiencial, del lapidario género más breve. Aquí, unos llevan a otros, como cuentas distintas de un mismo collar. Reflexiones del señor Z. tampoco es un libro de microrrelatos, entendidos como lentejuelas narrativas que brillan un momento, cuando incide sobre ellas la luz de la lectura, y luego se apaga. En este caso, la luz rebota y va dando saltos, sin encontrar un posadero al final.



La ventana invertida, del filósofo y mago Miguel Catalán, no es su primer libro. Ni es el primer libro suyo que leo. A Catalán, como a mí, le gusta lo breve. Seguramente, al igual que yo, lo ha leído todo. Sin duda es un lector exhaustivo, pero se queda con lo nuclear, lo contundente, lo esencial. Y todo ello le inspira lo propio. Esta “ventada invertida” lo presupone. Se nota que tiene un gran dominio de la concisión, al menos para expresar sus pensamientos por escrito. Y yo se lo agradezco profundamente. Esta ventana suya nos ofrece las reflexiones que se hace a sí mismo sobre su entorno más interno y externo.


La cruel certeza de Pérez Antolín

El aforismo goza de plena salud. Como género literario, ofrece una fórmula reflexiva, provocadora, asertiva que, pese a los interrogantes que es susceptible de abrir, da seguridad, pues proporciona una racionalidad que persigue poner en orden el mundo. Y el nuevo libro de Mario Pérez Antolín, La más cruel de las certezas, es un buen ejemplo de la actualidad del aforismo y de su eficacia como medio de expresar una racionalidad frente al desorden.



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