Los irónicos caracteres de La Bruyère


Jean de La Bruyère (París, 1645 – Versalles, 1696) fue un escritor y moralista francés. La Bruyère se hizo célebre con una sola obra, Los caracteres, o las costumbres del siglo (1688), compuesta por un conjunto de piezas literarias breves, que constituye una crónica esencial del espíritu del siglo XVII. La Bruyère fue uno de los primeros escritores en servirse del estilo literario, desarrollando una frase rimada en la cual los efectos de ruptura son preponderantes. Este estilo invita a la lectura del texto en voz alta, otorgando a esta actividad un estatus de juicio moral. La primera edición de los Caracteres apareció en marzo de 1688, con el título de Caractères de Théophraste, traduits du grec, avec les caractères ou le moeurs de ce siècle. Aunque la primera edición contenía sobre todo comentarios y casi no incluía retratos, su éxito fue inmediato, reeditándose dos veces en ese año sin que La Bruyère tuviera tiempo de ampliarla como deseaba. El libro conoció nueve reediciones antes de la muerte del autor, la mayoría de ellas ampliadas con nuevo material. La venta de sus libros enriqueció notablemente a La Bruyére, lo cual no deja de resultar irónico tratándose de un texto que no deja títere con cabeza en su crítica implacable de la sociedad de su tiempo. El Aforista publica una breve selección de Los caracteres, de La Bruyère, un auténtico precursor de la obra de los moralistas franceses que le seguirían, desde La Rochefoucauld hasta Chamfort y Rivarol.


Resultaría inútil decir cuán necesaria es la sociedad para los hombres: todos la desean y todos la buscan, pero pocos se aplican en hacerla agradable y duradera.


Hay que saber leer, y después callarse; no hay otra norma para poder referir lo que se ha leído.


El placer de la crítica nos hurta el de quedar vivamente conmovidos por cosas bellísimas.


¿Quién puede, aun teniendo los más raros talentos y el mérito más excelso, no estar convencido de su inutilidad cuando piensa que deja al morir un mundo que no siente su pérdida y en el que hay tantas personas para sustituirlo?


Un hombre noble se siente pagado por la diligencia con que cumple su deber, por el placer que siente al hacerlo, y se desinteresa de los elogios, la estima y la gratitud que a veces le faltan.


De vez en cuando aparecen sobre la superficie de la tierra hombres raros, exquisitos, que brillan por su virtud y cuyas eminentes cualidades irradian un prodigioso resplandor. Análogos a esas estrellas extraordinarias cuyo origen ignoramos y cuyo futuro, una vez desaparecidas, desconocemos aún más, no tienen antepasados ni descendientes; cada uno constituye el único ejemplar de su raza.


La verdadera grandeza es libre, apacible, familiar, popular; se deja tocar y manosear, no pierde nada al ser vista de cerca; cuanto más se la conoce, más se la admira.


El encanto es arbitrario: la belleza es algo más real e independiente del gusto y la opinión.


Una mujer olvida de un hombre al que ya no ama hasta los favores que le otorgó.


Mientras dura, el amor subsiste por sí mismo, y a veces por cosas que parece debieran apagarlo: los caprichos, los rigores, la lejanía, los celos. Por el contrario, la amistad necesita ayuda, y perece por falta de atenciones, de confianza y de diligencia.


El que ha experimentado un gran amor descuida la amistad, y el que está lleno de ésta aún no ha avanzado nada en el camino del amor.


La generosidad consiste menos en dar mucho que en hacerlo en el momento oportuno.


Debemos reír antes de ser felices por miedo a que nos sorprenda la muerta sin haberlo hecho.


Odiamos a nuestro enemigo y pretendemos vengarnos de él por debilidad; si no lo hacemos y nos reconciliamos es por simple pereza.


Para gobernar a alguien durante mucho tiempo y de manera absoluta es preciso tener la mano ligera y hacerle sentir lo menos posible su auténtica dependencia.


Un hombre prudente ni se deja dirigir, ni pretende dirigir a los demás; sólo quiere que impere la razón, y lo haga en todo momento.


Todas las pasiones son mentirosas; se disfrazan cuanto pueden ante los demás y se ocultan a sí mismas: no hay vicio que no se asemeje falsamente a alguna virtud y que no se apoye en ella.


Leéis un libro que trata de asuntos devotos y os conmueve; leéis otro que versa sobre temas galantes, y también os impresiona. ¿Osaré decir que sólo el corazón concilia los polos opuestos y admite en su seno lo que es incompatible?


Si se prestase verdadera atención a todo lo necio, vano y pueril que se dice en las conversaciones, nos avergonzaría tanto hablar como escuchar, condenándonos tal vez a un silencio perpetuo.


Vanagloriarse de uno mismo y jactarse de la propia importancia es un accidente que únicamente acaece a quien no tiene ninguna.


El ingenio en la conversación no consiste tanto en mostrar grandes ideas como en lograr que nuestro interlocutor las encuentre.


Es una gran desgracia no tener el talento suficiente para hablar bien, ni tampoco en la sensatez necesaria como para guardar silencio.


En la sociedad, la razón es la primera que claudica: los más sensatos son a menudo arrollados por el más loco y el más extravagante, de modo que todo el mundo evita chocar con él y le cede el paso.


Supongamos que en el mundo sólo hay dos hombres que comparten la posesión de la tierra. Estoy convencido de que pronto se producirá entre ellos un motivo de ruptura, aun cuando sólo sea por el establecimiento de los límites entre las posesiones de ambos.


Si uno quiere ser estimado debe rodearse de personas estimables.


El tono dogmático procede de una profunda ignorancia. El que nada sabe cree enseñar a los demás lo que acaba de aprender, mientras que el que sabe mucho piensa que lo que dice no puede ser ignorado por el otro, de modo que habla con menor énfasis, casi con displicencia.


Los grandes asuntos sólo pueden ser expresados con sencillez: el exceso de énfasis los estropea.


En ocasiones, el sabio evita el mundo sólo por miedo a aburrirse de él.


No deberíamos envidiar a quienes ostentan grandes riquezas, pues si las han obtenido ha sido sólo a cambio de grandes renuncias (su tranquilidad, su salud, su honor e incluso su propia conciencia moral) que nosotros seríamos incapaces de realizar.


Si es verdad que la pobreza procede del número de deseos que uno tiene, el ambicioso padece una penuria extrema.


El mismo orgullo que nos hace elevarnos altivamente por encima de los inferiores es el que hace que nos arrastremos vilmente en presencia de los superiores.


Los hombres se consideran herederos los unos de los otros, de modo que a lo largo de su vida nutren un larvado deseo de que los demás mueran.


Si para hacer fortuna no habéis olvidado nada, ¡qué hercúleo esfuerzo! Si habéis descuidado algo, ¡qué arrepentimiento!


¿Qué medio hay para permanecer inmóvil en un lugar donde marcha y se mueve, y no correr hacia donde los demás corren?


Los hombres caen desde lo más alto por los mismos defectos (y no otros) que les hicieron subir.


Si estuviésemos curados de la vanidad y del interés, las cortes estarían desiertas y los reyes, casi solos.


Si en algo son superiores a nosotros los antepasados es que aún no sabían privarse de lo necesario para obtener lo superfluo, ni optar por el lujo en perjuicio de los objetos útiles: pasaban de una vida moderada a una muerte tranquila.


No quiero ser ni feliz ni infeliz, sino refugiarme en el justo medio.


 Uroboro



Voltaire: contra la civilizada barbarie


François-Marie Arouet (1694-1778), más conocido como Voltaire, fue un incansable luchador contra la intolerancia y la superstición y siempre defendió la convivencia pacífica entre personas de distintas creencias y religiones. Sus escritos siempre se caracterizaron por la llaneza del lenguaje, huyendo de cualquier tipo de grandilocuencia. Maestro de la ironía, la utilizó siempre para defenderse de sus enemigos, de los que en ocasiones hacía burla demostrando en todo momento un finísimo sentido del humor. El Aforista publica una sucinta muestra de sus máximas, decantadas por la tradición literaria a partir de su vasta obra de ficción y no ficción.



Amiel, el orgullo del desánimo

Compuesto por más de diecisiete mil páginas en doce volúmenes, el Diario íntimo de Amiel, escrito entre 1839 y 1881, fue publicado sólo póstumamente en un epítome de quinientas páginas y dos volúmenes por su amigo Edmond Schérer (1884). El autor había empezado a escribirlo atormentado "por la eterna desproporción entre la vida soñada y la vida real" y armado de un bisturí crítico despiadado, que ejerció con la obsesión de conocerse a sí mismo hasta el masoquismo. El Aforista publica una brevísima muestra del riquísimo cuaderno íntimo de Amiel.


Lichtenberg: esquivar los golpes

Los cuadernos de Lichtenberg no estaban destinados a la publicación, incluso no la conocieron hasta la muerte del autor. Ello les da un aire informal y desenfadado muy del gusto de nuestros tiempos, rápidos e intuitivos. Se trata de una miscelánea de reflexiones agudas, perspicaces, serenas y al mismo tiempo divertidas, cargadas de simpatía y vivacidad, acerca de variadísimas temáticas: el cuerpo, el amor, la sexualidad, los sueños, la soledad, el lenguaje, la religión, la muerte, el mundo de los libros, la ciencia, la filosofía o la situación política del momento. 


Pascal, contra el método

Contra el racionalismo de su época Blaise Pascal repudia cualquier principio metódico y, mucho más aún, denuncia la insuficiencia de la razón como criterio. Si los matemáticos pretenden racionalizar el mundo, él reivindica un «orden de la caridad, no de la inteligencia» cuyo núcleo «consiste principalmente en la digresión». El estilo de escritura de Pascal abrió nuevos caminos expresivos para los literatos franceses, preludiando la edad de oro del género breve de la mano de La Rochefoucauld, Chamfort y Joubert.


Joseph Joubert: un espíritu ligero

De todos los moralistas clásicos franceses, puede que Joseph Joubert sea uno de los más ricos, profundos y matizados. Sin perder un ápice de la implacable lucidez que caracteriza a La Rochefoucauld, le supera con creces por su empatía humana, su tierna comprensión de las debilidades comunes. Irónico como Chamfort, se resiste en cambio a expresarse de forma ácida, decantándose más bien por una expresividad tenue, elusiva y vaporosa.


Chamfort: el valor de no aprender

La obra de Chamfort más célebre fue publicada en 1795 por su amigo Pierre Louis Guinguené, a partir de las notas manuscritas que el autor había dejado agrupadas en dos secciones, Maximes et Pensées y Caractères et Anecdotes, las cuales tenía pensadas publicar en un volumen titulado Produits de la civilisation perfectionnée (Productos de la civilización perfeccionada). El Aforista publica una brevísima selección de las máximas y pensamientos de Chamfort, como invitación a profundizar en el conocimiento de uno de los moralistas más agudos y profundos en su género


Vauvenargues: la virtud de la indulgencia

Luc de Clapiers, marqués de Vauvenargues, nació en 1715 en Aix-en-Provence y murió en París, en 1747. Tras un tiempo de servicio en el ejército francés, se dedicó en exclusiva al pensamiento y la escritura, siendo su obra más destacada el tratado titulado Introducción al conocimiento del espíritu humano, seguida de Reflexiones y máximas (1746). De sus sentencias se realizaron varias ediciones, con distinto contenido, de manera que en la actualidad se dan a conocer agrupadas en tres secciones: publicadas, póstumas y suprimidas, esto es, que no aparecen en todas las ediciones. En total, suman 945, oscilando entre la máxima clásica, breve y concisa, y la reflexión más o menos extensa y sintácticamente trabada.


La lúcida amargura de La Rochefoucauld

No existe apenas espacio en las máximas de La Rochefoucauld para la bondad, la honradez o la generosidad; sin duda influido por sus propios fantasmas personales (fue un conspirador nato y un simulador genial), no admite en su estrechísimo mundo moral otro móvil que el de la codicia, el afán de imponerse y el deseo de medrar. Su lectura complace a los pesimistas y amargados en general, pero suele fatigar y aburrir a quienes buscan en el ser humano la polifonía de emociones que, sin duda, lo constituyen. El Aforista selecciona un breve ramillete de las máximas de La Rochefoucauld donde el escritor deja bien claras las directrices de su pensamiento, las cuales se repiten de forma insistente a lo largo de su obra aforística; si estas que presentamos no resultan del agrado del lector, tampoco lo serán todas las demás.



Libros al Albur


Aforistas españoles vivos

Como un suculento y nutricio menú degustación ha sido mi lectura de este Aforistas españoles vivos que Libros al Albur ha puesto al alcance de los lectores aficionados al género. Un espléndido menú de once platos sabiamente combinados en los que, en variadas dosis y tiempos de cocción, y picando de aquí de y de allá, se paladean todos los sabores conocidos, si bien, al menos para quien esto suscribe y acaso producto de los tiempos que corren, lo ácido y lo amargo se llevan la palma.


Los Cuadernos de Lichtenberg

De los aforismos de Lichtenberg, que tradicionalmente han conocido una excelente acogida en el mercado editorial español, existen tres ediciones distintas, publicadas por Edhasa, Cátedra y Fondo de Cultura Económica. Este volumen publicado por Hermida Editores, el primero de la obra completa que ahora se publica en traducción de Carlos Fortea y prólogo de Jaime Fernández, recoge los tres primeros cuadernos según la edición canónica publicada en alemán, con lo cual nos encontramos ante una novedad de importancia dentro del género en español.


Aforismos de Óscar Wilde

Los Aforismos de Oscar Wilde que recopila Gabril Insausti en esta edición recientemente editada por Renacimiento, dentro de la magnífica colección A la mínima dirigida por Manuel Neila, suponen una magnífica demostración del inmenso talento del autor para el género más brave. Se trata, en su mayoría, de frases entresacadas de sus propias obras, que avalan la capacidad sintética, incluso sentenciosa, del irlandés.


Ilusión y verdad del arte, de Nietzsche

Ilusión y verdad del arte es una antología de pensamientos de Friedrich Nietzsche en torno al tema de la ilusión y la autenticidad en el arte. Escogidos, traducidos y prologados por Miguel Catalán, dan una visión panorámica de las ideas del filósofo alemán sobre la función y el sentido del arte en la vida humana. Aunque el orden de los textos es temático y no temporal, por estas páginas van pasando ante los ojos del lector las distintas fases del pensamiento de Nietzsche hasta los casi desconocidos fragmentos póstumos.


Reflexiones del señor X., de Enzensberger

Reflexiones del señor Z. no es un libro de aforismos, en el sentido clásico del término: sus 259 textos, más o menos breves todos ellos, encajan mal con la aspiración más o menos moral, más o menos sapiencial, del lapidario género más breve. Aquí, unos llevan a otros, como cuentas distintas de un mismo collar. Reflexiones del señor Z. tampoco es un libro de microrrelatos, entendidos como lentejuelas narrativas que brillan un momento, cuando incide sobre ellas la luz de la lectura, y luego se apaga. En este caso, la luz rebota y va dando saltos, sin encontrar un posadero al final.


La ventana invertida, de Miguel Catalán

La ventana invertida, del filósofo y mago Miguel Catalán, no es su primer libro. Ni es el primer libro suyo que leo. A Catalán, como a mí, le gusta lo breve. Seguramente, al igual que yo, lo ha leído todo. Sin duda es un lector exhaustivo, pero se queda con lo nuclear, lo contundente, lo esencial. Y todo ello le inspira lo propio. Esta “ventada invertida” lo presupone. Se nota que tiene un gran dominio de la concisión, al menos para expresar sus pensamientos por escrito. Y yo se lo agradezco profundamente. Esta ventana suya nos ofrece las reflexiones que se hace a sí mismo sobre su entorno más interno y externo.



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