Nicolás Gómez Dávila y la substancia de lo que amamos


Nicolás Gómez Dávila es uno de los mayores aforistas del siglo XX. En sus Escolios para un texto implícito, monumental volumen compuesto por casi diez mil aforismos, acometió una brutal impugnación de la civilización moderna y sus apabullantes mitos, entre ellos, el mayor: el del progreso. Abiertamente reaccionario y conservador, Gómez Dávila encuentra en Dios la base firme y cierta sobre la que elevarse sobre su época y, extendiendo el dedo acusador como un profeta veterotestamentario, afearle sus vicios y sus múltiples vergüenzas. A continuación reproducimos un amplio abanico de sus aforismos sobre Dios.


Nuestra última esperanza está en la injusticia de Dios.

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Para Dios no hay sino individuos.

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Todo fin diferente de Dios nos deshonra.

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Dios es la substancia de lo que amamos.

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La sabiduría se reduce a no enseñarle a Dios cómo se deben hacer
las cosas.

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Depender sólo de la voluntad de Dios es nuestra verdadera
autonomía.

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El hombre no crea sus dioses a su imagen y semejanza, sino se
concibe a la imagen y semejanza de los dioses en que cree.

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Si Dios fuese conclusión de un raciocinio, no sentiría necesidad de
adorarlo. Pero Dios no es sólo la substancia de lo que espero, sino la
substancia de lo que vivo.

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Ser capaces de amar algo distinto de Dios demuestra nuestra
mediocridad indeleble.

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No debemos concluir que todo es permitido, si Dios no existe, sino
que nada importa. Los permisos resultan irrisorios cuando los
significados se anulan.

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El máximo error moderno no es anunciar que Dios murió, sino creer
que el diablo ha muerto.

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Para desafiar a Dios el hombre infla su vacío.

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El historiador de las religiones debe aprender que los dioses no se
parecen a las fuerzas de la naturaleza sino las fuerzas de la naturaleza
a los dioses.

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A la Biblia no la inspiró un Dios ventrílocuo. La voz divina atraviesa
el texto sacro como un viento de tempestad el follaje de la selva.

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En las tiniebla del mal la inteligencia es el postrer reflejo de Dios, el
reflejo que nos persigue con porfía, el reflejo que no se extingue sino
en la última frontera.

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Lo que aleja de Dios no es la sensualidad, sino la abstracción.

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Amar es comprender la razón que tuvo Dios para crear a lo que
amamos.

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El progreso es el azote que nos escogió Dios.

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El verdadero talento consiste en no independizarse de Dios.

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El profeta bíblico no es augur del futuro, sino testigo de la presencia
de Dios en la historia.

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Un pensamiento católico no descansa, mientras no ordene el coro
de los héroes y los dioses en torno a Cristo.

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La Biblia no es la voz de Dios, sino la del hombre que lo encuentra.

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En ciertos instantes colmados Dios desborda en el mundo, como
una fuente repentina en la paz del mediodía.

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Dios no es objeto de mi razón, ni de mi sensibilidad, sino de mi ser.
Dios existe para mí en el mismo acto en que existo.

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Dios es el estorbo del hombre moderno.

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El cristiano moderno no pide que Dios lo perdone, sino que admita
que el pecado no existe.

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Muchos aman al hombre sólo para olvidar a Dios con la conciencia
tranquila.

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Los dioses no castigan la búsqueda de la felicidad, sino la ambición
de forjarla con nuestras propias manos. Sólo es lícito el anhelo de lo
gratuito, de lo que no depende en nada de nosotros. Simple huella
de un ángel que se posa un instante sobre el polvo de nuestro
corazón.

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La muerte de Dios es opinión interesante, pero que no afecta a Dios.

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Dios no pide nuestra “colaboración”, sino nuestra humildad.

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El tráfago moderno no dificulta creer en Dios, pero imposibilita
sentirlo.

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La vida religiosa comienza cuando descubrimos que Dios no es
postulado de la ética, sino la única aventura en que vale la pena
arriesgarnos.

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El hombre moderno no expulsa a Dios para asumir la
responsabilidad del mundo. Sino para no tener que asumirla.

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Dios es el término con que le notificamos al universo que no es
todo.

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No acusemos al moderno de haber matado a Dios. Ese crimen no
está a su alcance. Sino de haber matado a los dioses. Dios sigue
intacto, pero el universo se marchita y se pudre porque los dioses
subalternos perecieron.

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La poesía es la huella dactilar de Dios en la arcilla humana.

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La fe en Dios no resuelve los problemas, pero los vuelve irrisorios.
La serenidad del creyente no es presunción de ciencia, sino plenitud
de confianza.

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Dios es la región a donde llega finalmente el que camina hacia
delante. El que no camina en órbita.

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El individualismo religioso olvida al prójimo, el comunitarismo
olvida a Dios. Siempre es más grave error el segundo.

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Tan grande es la distancia entre Dios y la inteligencia humana que
sólo una teología infantil no es pueril.

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Dios es la verdad de todas las ilusiones.

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El predicador del reino de Dios cuando no es Cristo el que predica,
acaba predicando el reino del hombre.

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No es imposible que en los batallones clericales al servicio del
hombre todavía se infiltren algunos quintacolumnistas de Dios.

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El mejor paliativo de la angustia es la convicción de que Dios tiene
sentido del humor.

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No apelar a Dios, sino a su justicia, nos lleva fatalmente a
emplazarlo ante el tribunal de nuestros prejuicios.

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Jesucristo no lograría hoy que lo escucharan, predicando como hijo
de Dios, sino como hijo de carpintero.

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Toda obra de arte nos habla de Dios. Diga lo que diga.

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Si creemos en Dios no debemos decir: Creo en Dios, sino: Dios cree
en mí.

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Las soluciones que el hombre encuentra resultan siempre menos
interesantes que los problemas. Las únicas soluciones interesantes
son las que Dios se reserva.

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Si confiamos en Dios, ni nuestro propio triunfo debe espantarnos.

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Depender de Dios es el ser del ser.

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Nada más bufo que aducir nombres de creyentes ilustres como
certificados de existencia de Dios.

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Dios nos preserve de la pureza, en todos los campos. De la madre del
terrorismo político, del sectarismo religioso, de la inclemencia ética,
de la esterilidad estética, de la bobería filosófica.


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Dios inventó las herramientas, el diablo las máquinas.

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Con sexo y violencia no se reemplaza la trascendencia exiliada. Ni el
diablo le queda al que pierde a Dios.

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Cuando el objeto pierde su plenitud sensual para convertirse en
instrumento o en signo, la realidad se desvanece y Dios se esfuma.

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La historia moderna es el diálogo entre dos hombres, uno que cree
en Dios, otro que se cree dios.

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Tan sólo para Dios somos irreemplazables.

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No invocamos a Dios como reos, sino como tierras sedientas.

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Más de un presunto “problema teológico” proviene sólo del poco
respeto con que Dios trata nuestros prejuicios.

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Dios es esa sensación inanalizable de seguridad a nuestra espalda.

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La ausencia de Dios no le abre paso a lo trágico sino a lo sórdido.

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Dios acaba de parásito en las almas donde predomina la ética.

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Lo difícil no es creer en Dios, sino creer que le importemos.

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Porque sabemos que el individuo le importa a Dios, no olvidemos
que la humanidad parece importarle poco.

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Si pudiéramos demostrar la existencia de Dios, todo se habría
sometido al fin a la soberanía del hombre.

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La pasividad de las cosas nos engaña: nada manipulamos con
descaro sin herir a un dios.

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La humanidad es el único dios totalmente falso.

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Creo más en la sonrisa que en la cólera de Dios.

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La historia del cristianismo sería sospechosamente humana, si no
fuese aventura de un dios encarnado. El cristianismo asume la
miseria de la historia, como Cristo la del hombre.

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Los hombres no se proclaman iguales porque se creen hijos de Dios,
sino cuando se creen partícipes de la divinidad.

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El profeta no es confidente de Dios, sino harapo sacudido por
borrascas sagradas.

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Entre el hombre y la nada se atraviesa la sombra de Dios.

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El ateo se consagra menos a verificar la inexistencia de Dios que a
prohibirle que exista.

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Quien se atreve a pedir que el instante se detenga y que el tiempo
suspenda su vuelo se rinde a Dios; quien celebra futuras armonías se
vende al diablo.

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La voz de Dios no repercute hoy entre peñascos, truena en los
porcentajes de las encuestas sobre opinión pública.

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El ateismo democrático no disputa la existencia de Dios, sino su
identidad.

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El moderno se ingenia con astucia para no presentar su teología
directamente, sino mediante nociones profanas que la impliquen.
Evita anunciarle al hombre su divinidad, pero le propone metas que
sólo un dios alcanzaría o bien proclama que la esencia humana tiene
derechos que la suponen divina.

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Cuando el teólogo explica el porqué de algún acto de Dios, el
oyente oscila entre indignación e hilaridad.

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A la trivialización que invade el mundo podemos oponernos
resucitando a Dios por retaguardia.

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El corazón no se rebela contra la voluntad de Dios, sino contra los
“porqués” que se atreven a atribuirle.

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No debemos creer en el Dios del teólogo sino cuando se parece al
Dios que invoca la angustia.

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“Reino de Dios” no es el nombre cristiano de un paraíso futurista.

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Debemos acoger toda ventura, sin temor pagano ni presunción
imbécil. Serenidad perfecta del instante en que parece que nos ligara
a Dios una complicidad incomprensible.

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La serenidad es el estado de ánimo del que encargó a Dios, una vez
por todas, de todas las cosas.

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Sólo Dios y el punto central de mi conciencia no me son
adventicios.

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El estudio psicológico de las conversiones sólo produce flores de
retórica. Las sendas de Dios son secretas.

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La soledad que hiela no es la carente de vecinos, sino la desertada
por Dios.

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El cristianismo completa el paganismo agregando al temor a lo
divino la confianza en Dios.

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Abundan los que se creen enemigos de Dios y sólo alcanzan a serlo
del sacristán.

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El subjetivismo es la garantía que el hombre se inventa cuando deja
de creer en Dios.

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El que no busca a Dios en el fondo de su alma, no encuentra allí
sino fango.

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Hablar sobre Dios es presuntuoso, no hablar de Dios es imbécil.

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El hombre solamente es importante si es verdad que un Dios ha
muerto por él.

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No viviría ni una fracción de segundo si dejara de sentir el amparo
de la existencia de Dios.

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Dios no muere, pero desgraciadamente para el hombre los dioses
subalternos como el pudor, el honor, la dignidad, la decencia, han
perecido.

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Los acontecimientos históricos dejan de ser interesantes a medida
que sus participantes se acostumbran a juzgar todo con categorías
puramente laicas. Sin la intervención de dioses todo se vuelve
aburrido.

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El clero moderno cree poder acercar mejor el hombre a Cristo,
insistiendo sobre la humanidad de Jesús. Olvidando así que no
confiamos en Cristo porque es hombre, sino porque es Dios.

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Si no se cree en Dios, lo único honesto es el Utilitarismo vulgar. Lo
demás es retórica.

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Lo importante no es que el hombre crea en la existencia de Dios, lo
importante es que Dios exista.

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El rival de Dios no es nunca la creatura concreta que amamos. Lo
que termina en apóstasis es la veneración del hombre, el culto de la
humanidad.






Enciclopedia de libros españoles de aforismos

Inauguramos nueva sección, en la que vamos a empezar a recopilar los mejores aforismos de los libros escritos por autores nacidos o residentes en España, y publicados en nuestro país a partir del año 2010 en adelante. Lo hacemos para reunir en un único espacio virtual la más ingente cantidad de información posible sobre este tema, a modo de "enciclopedia" para su consulta por parte de cualquier interesado o estudioso en el futuro. Las primera obras que incorporamos son los libros de Carlos Marzal, Ana Pérez Cañamares, Manuel Neila, Victoria León, José Luis Morante, Ander Mayora, Jordi Doce, Dionisia García, Fernando Menéndez, Erika Martínez, Felix Trull, José Antonio Santano, Emilio López Medina, Carmen Canet, José Ángel Cilleruelo, Pedro Roso, Antonio Rivero Taravillo, Miguel Ángel Arcas, Gabriel Insausti y Mario Pérez Antolín, entre otros.


Los aforistas que se ocupan de Dios

Una somera lectura de los libros publicados en España en los últimos años, y ciñéndonos exclusivamente al siglo XXI, nos permite afirmar, de manera taxativa, que los aforistas españoles vivos, contra la impresión apresurada, sí se ocupan de Dios. A propósito de la publicación de la antología Las cosas que no son. Los aforistas y Dios por parte de Libros al Albur, reunimos un puñado de aforismos sobre Dios escritos por Juan Kruz, José Luis García Martín, Gregorio Luri o Jesús Cotta, entre otros.


De poetas a aforistas

Iniciamos en El Aforista una ronda de entrevistas con poetas que, en un momento dado, empezaron a cultivar el género más breve, hasta incorporarlo a su quehacer cotidiano. Van a desfilar con sus aportaciones Ana Pérez Cañamares (con quien iniciamos la serie), León Molina, Miguel Ángel Arcas, Raquel Vázquez y Erika Martínez, entre otros.


Cioran: la pausa del espíritu

Émil Cioran fue uno de los escritores más personalmente antihumanistas del s. XX. Nacido en Rumanía, hijo -como Nietzsche- de un pastor, recaló en París hasta su muerte, renegando de todos los rebaños. Sus libros, justamente célebres por su pesimista visión de la existencia, poseen una bella melancolía que los salva de la insulsa salmodia quejica. En ellos, además, encontramos muchos de los aforismos más redondos de la filosofía reciente; herederos, en parte, de los del Schopenhauer de Parerga y Paralipomena, así como de los textos breves de Lichtenberg y Kierkegaard, abordan de manera acerada y cruel algunos de los temas lacerantes de nuestra condición humana: la plenitud imposible, la muerte, el fracaso, la historia y sus pesos, la poesía y sus contrapesos...  En El Aforista nos hacemos eco de algunos de los reunidos en El ocaso del pensamiento (1940), uno de sus títulos formalmente más equilibrados y austeros, si es que se pueden usar dichos epítetos en un autor tan decididamente desmesurado.


Pessoa: aprender a no ser nadie

La obra y la personalidad de Fernando Pessoa han sido sobradamente estudiadas, analizadas e incluso desmenuzadas desde que, en 1982, se diera a conocer uno de los títulos mayúsculos del siglo XX, su proteico y deforme Libro del desasosiego. La pluralidad y heterogeneidad del autor eran, no sólo conocidas, sino fomentadas por él mismo, así que sería ocioso abundar de nuevo en ello. Aun así, tal vez se haya incidido excesivamente en su gusto por los heterónimos desde la perspectiva de la multiplicación de la identidad personal, orillando el hecho de que, detrás de ella, late un proyecto de destrucción de la misma, una verdadera tarea de conquista del anonimato esencial del ser humano.


Gil-Albert: el placer de discurrir

Un arte de vivir es un volumen misceláneo, compuesto por anotaciones dispersas entre las cuales los aforismos tienen un papel destacado, donde Juan Gil-Albert (Alcoi, 1904-Valencia, 1994) "escribe, como si se tratara de un dietario personal", en palabras de Claudia Simón, aquellas reflexiones en bruto que luego darían pie, o no, a algunos de sus poemas, ensayos o artículos de prensa. Ese carácter primario, un tanto visceral, nos permite acceder a la intimidad del escritor desde una perspectiva nueva, la cual ya habíamos avizorado en su Breviarium vitae. Son sus disquisiciones, aun inspiradas en la España de su época, de total actualidad, plenamente vigentes, lo cual nos informa, para nuestro espanto, de lo poco que cambian algunas naciones por mucho que muden sus estructuras políticas, y para nuestro consuelo, de lo mucho que perviven los buenos textos cuando apuntan a lo esencial.


Hiram Barrios: "El aforismo es una suerte de épica posmoderna"

El Aforista entrevista a Hiram Barrios, a propósito del boom aforístico que está experimentando España en los últimos años. Barrios (nacido en 1983) es escritor, traductor y catedrático. Estudió Letras en la UNAM y es especialista en Literatura Mexicana por la UAM. Ha publicado cuentos, poemas, ensayos y traducciones para distintas revistas, periódicos y suplementos culturales de circulación nacional. Textos suyos han aparecido en revistas de Colombia, Venezuela, Argentina y España. Es autor de los libros El monstruo y otras mariposas (ensayo, 2013) y Apócrifo (aforismo, 2014). Como experto estudioso del aforismo, también es responsable de la antología de autores mexicanos titulada Lapidario (2015). Es profesor de arte y literatura en el Tecnológico de Monterrey, Campus Estado de México.


Los sofismas de Vicente Núñez

Vicente Núñez (Aguilar de la Frontera, Córdoba, 1926 - 2002) empezó a publicar sus peculiares 'sofismas' en octubre de 1987, y siguió haciéndolo prácticamente hasta su muerte en las páginas de los periódicos Córdoba y El Correo de Andalucía. Según indica Miguel Casado, "se trata de tiradas breves, que recogen en cada caso ocho o diez frases, sin una especial ordenación ni alguna clase de afinidad temática". Estos sofismas se recogieron en volumen en varias ocasiones: Sofisma (1994), Entimema (1997) o Sorites (2000). El propio Casado publicó la antología Nuevos sofismas (Germania, Alzira, 2001), en la cual agrupaba los aforismos por temas, a modo de diccionario extravagante; con ello muchas de las anotaciones se iluminaban entre sí, logrando una apariencia sistemática que tal vez no había buscado conscientemente el autor (lo cual no significa que no existiera). En El Aforista compartimos algunos de los aforismos de este libro que más nos han llamado la atención.


Karl Kraus: el artista es el Otro

En palabras del filósofo y aforista Miguel Catalán, "de la síntesis entre lo ético estético procede la importancia del aforismo que, a partir de 1905, irá dominando toda la escritura del austríaco Karl Kraus (28 de abril de 1874 - 12 de junio de 1936), pero que constituye también la forma secreta de toda su escritura. Canetti lo expresa indicando que en sus libros y discursos nunca existió un principio organizador dominante, sino que las frases aisladas (inatacables, perfectas) iban ensamblando, el modo de sillares, una Muralla China igualmente eficaz en todas sus partes. Quintaesencia de su estilo y de un ideario personal que intentaba unificar fondo y forma, el aforismo de Kraus presenta una densidad excepcional y unas aristas cortantes, cualidades que tanto influirían en el estilo de escritura de Ludwig Wittgenstein, Elias Canetti, Thomas Bernhard o Peter Handke". El Aforista publica una breve selección de los aforismos de Karl Kraus, extraídos de La tarea del artista (Casimiro, Madrid, 2011), con la pertinente autorización de su traductor y antólogo, el propio Catalán, a quien agradecemos su generosidad.


María Zambrano: la entraña del cielo

En el libro titulado Dictados y sentencias (Edhasa, Barcelona, 1999), Antoni Marí realizó una selección de frases entresacadas de las obras de María Zambrano, tal vez la autora más densa, honda y audaz del pensamiento español de todos los tiempos. La exigencia de claridad que la propia Zambrano planteaba como horizonte moral y conceptual de la filosofía se traduce en un estilo con sobreabundancia de expresiones rotundas, apodícticas, válidas por sí mismas aunque deudoras de una cosmovisión que las ilumina y dignifica. Es por ello que la operación desnaturalizadora de Marí, y en general de todas las antologías que destilan aforismos a partir de textos de otra naturaleza, encuentra en este caso una plena justificación, tanto filosófica como poética.